No pretendo diseñar un tratado de la vida solitaria. No pretendo añadir absolutamente nada a la luminosa tradición. Sólo es mi intención ahora hablar de la ermita escondida en el corazón, de la vocación a la soledad de todo viandante. Porque nada existe en la Iglesia que no sea una suerte de arquetipo para otras realidades, ya que comulgan todas en el mismo Misterio del Único Cuerpo Místico de Jesucristo.
Los caminos de la soledad se descubren, con harta frecuencia, en las horas de dolor, de sufrimiento. Sobre todo cuando ese mismo dolor es escondido y sin testigos; cuando –en suma- se cae en la cuenta de que nadie lo conoce y pasa desapercibido para cualquier observador.
Esta es una condición que abre la profundidad: no recibir atención. Se trata, en efecto, de una vida sin testigos. Cuando el peregrino acierta a descubrir esa calidad inaudita de su tesoro, que supera cualquier estima o valoración humana, se dará cuenta de la urgencia de mudar su atención y de dirigirla hacia otro horizonte.
La primera nota que vamos a destacar es lo que podemos denominar aceptación. En efecto, comporta una actitud y un hábito de reflexión, asumiendo, con seriedad y júbilo, lo que es dado desde el principio: el propio cuerpo y la propia historia. Y, al mismo tiempo, el ámbito de la peregrinación, a saber, el espacio y el tiempo, la hora y el lugar.
Ahora bien, esta aceptación no se realiza de una sola vez en algún momento ideal de la vida. Al contrario, su urgencia se va manifestando con el tiempo, con la misma experiencia. Y aquello que parece que debiera darse al inicio se da, sin embargo, al final.
Por otra parte aceptación no significa resignación. Cuando ya no queda más remedio, cuando las circunstancias ahogan, en suma, cuando todas las salidas están cerradas no queda otra que aceptar lo que toca... Pero no ha de ser así. Precisamente de este modo resignado se pierde toda la bondad de la situación y la oportunidad de pasar más adelante.
Aceptar se entiende, ante todo, como una actitud contemplativa que empieza por maravillarse y admirarse. Y asume el don, sin más, como cosa propia y con gozo.
No es el sufrimiento el que ha de invalidar o disminuir la aceptación en la vida del peregrino. Quizá sea a raíz de una pena, de algún fracaso, como llegue a entrever lo mejor de su actitud. Porque, tantas veces, el dolor hace transparente la muralla que nos separa de la verdad.
Queda señalado este primer paso, cuyas consecuencias y características son múltiples. Sin duda una aceptación verdadera comporta la asunción de lo que se posee, de algún modo, o de lo que no se posee en absoluto. Y, desde luego, lo que al prójimo respecta y pertenece. Todo lo cual es una disposición para el gozo de ser, de abrir los ojos a la irrenunciable aurora. Es claro que estamos proponiendo otra visión u otra forma de entender lo que comporta o no comporta poseer.
Es posible que lo que aprendemos a aceptar en los otros lo llevemos también en el corazón. La alegría por el bien ajeno acabará por dar al sujeto eso que ha sabido descubrir y valorar en otros, con independencia de sí mismo y con generosidad. Por otra parte, con la delicadeza de sus sentimientos, ha pasado más allá de lo aparente y de lo inmediato y superado cualquier vulgaridad egoísta.
Aprender a aceptar es el comienzo de un camino. Y habrá, a cada paso, descubrimientos singulares a raíz de la transparencia de las cosas. El peregrino sabe que su andar es de un valor inmenso. Cada período, cada jornada, cada ocasión, cada vuelta es de inimaginable fecundidad.
Surge de los acontecimientos una constatación peculiar, que no podemos pasar por alto. El deseo del corazón sobrepasa las ocasiones, las figuras, las imágenes, los tiempos y los lugares que se ofrecen en este mundo para satisfacerlo. Desde luego que esta es una verdad muy vieja. Cualquiera puede alcanzarla a partir de su experiencia por más modesta que ésta sea... Pero la respuesta comporta que ya mismo pueda encontrar el peregrino su propia senda.
No se trata de aguardar a mañana ni de sacudir los aires con indignación por nuestra indigencia. Reconocemos que no hay caminos, ni instituciones, que lleguen a responder en plenitud. Por tanto cualquier limitación abrirá otras puertas en zonas más profundas e inesperadas.
La vida solitaria es, en realidad, un descubrimiento maravilloso de nuestra condición más profunda y de esa persona escondida que late y vive bajo las apariencias de una estructura, del “yo” falso y postizo de la superficie.
La recuperación del “fondo del alma”, el descenso al corazón, de nuevo hallado, indican el camino que todo peregrino sigue hacia la plenitud.
Téngase presente que esta condición no se adquiere. Simplemente se descubre ya existente cuando se es llamado. Llega la hora con sencillez y no acertamos a fijar fecha alguna... ¿Cuándo empezó? ¿En qué momento me di cuenta de este especial llamado a la soledad interior? Todo esto no cuenta, carece de importancia. Lo que debe subrayarse es la originalidad del hecho, porque, en efecto, cada caso es irrepetible y no se reduce caprichosamente a ningún género. Dios llama personalmente y los caminos conciernen a los que por allí andarán.
Tampoco es necesario hacer algo. La primera actitud de quien es llamado a la soledad interior es aprestarse y permanecer a la escucha. Es una atención nueva para estar y quedarse en el corazón.
Hasta que llega la hora del sufrimiento que no esperábamos... Entonces la soledad adquiere una dimensión totalmente nueva, desvela y descubre lo que no puede imaginarse, rescata de las sombras sentidos que la razón jamás hubiera visto sola. Es curioso que los momentos en los cuales aparece la novedad de un dolor se sucedan, sin apelación, en esta soledad que no puede calificarse. En esta soledad que parece querer agudizar y ahondar toda herida; en esta soledad que nos enfrenta a la impotencia y al fracaso.
Pero es indudable que la soledad no puede pensarse fuera de la única verdadera: la soledad del Salvador.
Sépase: poco importa el “fracaso” o el “desengaño” exterior... Nada. Porque hay caminos profundos que la soledad y el silencio nos trazan y nos enseñan. Cuando no hay luz, juguemos a la luz. Cuando no hay alegría, juguemos a la alegría... ¿Acaso San Francisco no le proponía al Hermano León, “ovejuela de Dios”, “jugar” a la ”perfecta alegría”? Si te reciben mal y te alegras; si oyes, por ahí, tu mal, y te alegras; si tienes ¡tantas veces! que “dar tu otra mejilla”, y te alegras... ¿No estás –acaso –empeñado en un admirable juego de “creatividad” y de arte sublime? Hay que pensar mucho y reflexionar acerca de todo ello, cuando el hombre ha desterrado la belleza de su horizonte y el juego desinteresado de su actividad.
Los caminos de la soledad se descubren, con harta frecuencia, en las horas de dolor, de sufrimiento. Sobre todo cuando ese mismo dolor es escondido y sin testigos; cuando –en suma- se cae en la cuenta de que nadie lo conoce y pasa desapercibido para cualquier observador.
Esta es una condición que abre la profundidad: no recibir atención. Se trata, en efecto, de una vida sin testigos. Cuando el peregrino acierta a descubrir esa calidad inaudita de su tesoro, que supera cualquier estima o valoración humana, se dará cuenta de la urgencia de mudar su atención y de dirigirla hacia otro horizonte.
La primera nota que vamos a destacar es lo que podemos denominar aceptación. En efecto, comporta una actitud y un hábito de reflexión, asumiendo, con seriedad y júbilo, lo que es dado desde el principio: el propio cuerpo y la propia historia. Y, al mismo tiempo, el ámbito de la peregrinación, a saber, el espacio y el tiempo, la hora y el lugar.
Ahora bien, esta aceptación no se realiza de una sola vez en algún momento ideal de la vida. Al contrario, su urgencia se va manifestando con el tiempo, con la misma experiencia. Y aquello que parece que debiera darse al inicio se da, sin embargo, al final.
Por otra parte aceptación no significa resignación. Cuando ya no queda más remedio, cuando las circunstancias ahogan, en suma, cuando todas las salidas están cerradas no queda otra que aceptar lo que toca... Pero no ha de ser así. Precisamente de este modo resignado se pierde toda la bondad de la situación y la oportunidad de pasar más adelante.
Aceptar se entiende, ante todo, como una actitud contemplativa que empieza por maravillarse y admirarse. Y asume el don, sin más, como cosa propia y con gozo.
No es el sufrimiento el que ha de invalidar o disminuir la aceptación en la vida del peregrino. Quizá sea a raíz de una pena, de algún fracaso, como llegue a entrever lo mejor de su actitud. Porque, tantas veces, el dolor hace transparente la muralla que nos separa de la verdad.
Queda señalado este primer paso, cuyas consecuencias y características son múltiples. Sin duda una aceptación verdadera comporta la asunción de lo que se posee, de algún modo, o de lo que no se posee en absoluto. Y, desde luego, lo que al prójimo respecta y pertenece. Todo lo cual es una disposición para el gozo de ser, de abrir los ojos a la irrenunciable aurora. Es claro que estamos proponiendo otra visión u otra forma de entender lo que comporta o no comporta poseer.
Es posible que lo que aprendemos a aceptar en los otros lo llevemos también en el corazón. La alegría por el bien ajeno acabará por dar al sujeto eso que ha sabido descubrir y valorar en otros, con independencia de sí mismo y con generosidad. Por otra parte, con la delicadeza de sus sentimientos, ha pasado más allá de lo aparente y de lo inmediato y superado cualquier vulgaridad egoísta.
Aprender a aceptar es el comienzo de un camino. Y habrá, a cada paso, descubrimientos singulares a raíz de la transparencia de las cosas. El peregrino sabe que su andar es de un valor inmenso. Cada período, cada jornada, cada ocasión, cada vuelta es de inimaginable fecundidad.
Surge de los acontecimientos una constatación peculiar, que no podemos pasar por alto. El deseo del corazón sobrepasa las ocasiones, las figuras, las imágenes, los tiempos y los lugares que se ofrecen en este mundo para satisfacerlo. Desde luego que esta es una verdad muy vieja. Cualquiera puede alcanzarla a partir de su experiencia por más modesta que ésta sea... Pero la respuesta comporta que ya mismo pueda encontrar el peregrino su propia senda.
No se trata de aguardar a mañana ni de sacudir los aires con indignación por nuestra indigencia. Reconocemos que no hay caminos, ni instituciones, que lleguen a responder en plenitud. Por tanto cualquier limitación abrirá otras puertas en zonas más profundas e inesperadas.
La vida solitaria es, en realidad, un descubrimiento maravilloso de nuestra condición más profunda y de esa persona escondida que late y vive bajo las apariencias de una estructura, del “yo” falso y postizo de la superficie.
La recuperación del “fondo del alma”, el descenso al corazón, de nuevo hallado, indican el camino que todo peregrino sigue hacia la plenitud.
Téngase presente que esta condición no se adquiere. Simplemente se descubre ya existente cuando se es llamado. Llega la hora con sencillez y no acertamos a fijar fecha alguna... ¿Cuándo empezó? ¿En qué momento me di cuenta de este especial llamado a la soledad interior? Todo esto no cuenta, carece de importancia. Lo que debe subrayarse es la originalidad del hecho, porque, en efecto, cada caso es irrepetible y no se reduce caprichosamente a ningún género. Dios llama personalmente y los caminos conciernen a los que por allí andarán.
Tampoco es necesario hacer algo. La primera actitud de quien es llamado a la soledad interior es aprestarse y permanecer a la escucha. Es una atención nueva para estar y quedarse en el corazón.
Hasta que llega la hora del sufrimiento que no esperábamos... Entonces la soledad adquiere una dimensión totalmente nueva, desvela y descubre lo que no puede imaginarse, rescata de las sombras sentidos que la razón jamás hubiera visto sola. Es curioso que los momentos en los cuales aparece la novedad de un dolor se sucedan, sin apelación, en esta soledad que no puede calificarse. En esta soledad que parece querer agudizar y ahondar toda herida; en esta soledad que nos enfrenta a la impotencia y al fracaso.
Pero es indudable que la soledad no puede pensarse fuera de la única verdadera: la soledad del Salvador.
Sépase: poco importa el “fracaso” o el “desengaño” exterior... Nada. Porque hay caminos profundos que la soledad y el silencio nos trazan y nos enseñan. Cuando no hay luz, juguemos a la luz. Cuando no hay alegría, juguemos a la alegría... ¿Acaso San Francisco no le proponía al Hermano León, “ovejuela de Dios”, “jugar” a la ”perfecta alegría”? Si te reciben mal y te alegras; si oyes, por ahí, tu mal, y te alegras; si tienes ¡tantas veces! que “dar tu otra mejilla”, y te alegras... ¿No estás –acaso –empeñado en un admirable juego de “creatividad” y de arte sublime? Hay que pensar mucho y reflexionar acerca de todo ello, cuando el hombre ha desterrado la belleza de su horizonte y el juego desinteresado de su actividad.
P. Fray Alberto Justo O.P. (Del blog ermitaño urbano)
1 comentario:
Encantado de que coloque los articulos de mi blog en su blog. Difundamos la Vida Monástica y especialmente la eremitica. Unidos en los sagrados misterios.
Publicar un comentario